16/12/10

Silencio por favor

ecientemente se ha dado ha conocer en los medios de comunicación el alto nivel que alcanza la enseñanza en Finlandia. El OECD Programme for International Student Assessment (PISA) ha publicado los scores en su web. En un vistazo superficial España ocupa la posición 33. Mucho más interesante para mí sería si cabe la lectura [complementaria] de un documento de la OECD, titulado The High Cost of Low Educational Performance. 
En lo que casi siempre por no decir siempre somos los primeros es en ruido. España destaca por el sol y por el ruido. A los turistas, hacia quienes es casi seguro que tendremos que acabar orientando nuestra economía, les encanta nuestro clima pero generalmente, quien más quien menos, si pasan algún tiempo entre nosotros, acaban por lamentar lo ruidoso que es nuestro país. Cuando la falta de educación se une a la falta de cultura, la molestia adquiere proporciones decibélicas incluso intolerables para quienes por un lado  estamos ya habituados a la contaminación acústica, la “megafonía móvil” o telefonía móvil y la voz externa (por disimilación o parodia de la voz interna), y por otro estamos perdiendo oído. 
El griterío que se da en algunas tertulias radiofónicas, y en todos los programas de telebasura, es algo que a mí al menos me resulta incluso irritante. El hecho de que en los establecimientos públicos como los restaurantes, o en los trenes, la gente vocee y adopte el grito, el chillido y hasta el bramido como tono medio, es –para más escarnio- un signo invariablemente interpretado como de alegría, vitalidad, energía y rendimiento (?). Los niños, cuando salen al recreo vociferan, los profesores se desgañitan. Los estadios estan dominados por energúmenos. La última vez que fui a una discoteca -cuando aún no se me había declarado ni la presbicia ni la hipoacusia- tuve que poner prácticamente mi boca en la oreja del camarero y con todo y con eso conseguí hacerme entender por él pero no entenderlo a él. Curiosamente, volviendo al principio, los finlandeses hablan poco, despacio y ésto en un tono de voz audible pero nunca alto. También, pero sólo porque he sacado el tema, añadiría que gran parte de lo que dicen sólo es entendido en toda su plenitud al cabo de unos dos o tres días. La cuestión no menor del poco don de lenguas que tenemos los hispanohablantes no me permite llevar más lejos mis impresiones. De todas maneras,  a pesar de lo que llevo dicho, el bagaje cultural de las personas y su consideración hacia los demás, el respeto, los modales, no sé si tienen o no que ver con el ruido molesto que producen. En general creo que sí. Esa es la verdad. Incluso en los lugares donde se debería guardar casi total silencio (los hospitales, los templos, las bibliotecas), éste es tan endeble, tan inconsistente, tan efímero, que no llega ni mucho menos al silencio de los corderos ni al de las puertas. Qué va. 
Es muy posible que uno de los tópicos más acreditados y a la vez justificados que tiene la imagen social del bibliotecario es el sifón, ese sonido que se hace para imponer silencio y que se suele representar con la onomatopeya “chis”. Más concretamente, la imagen a la que me refiero, cuando pienso en el tópico, no es la que interpreta Carole Lombard en “No Man of Her Own” (Wesley Ruggles, 1934), siendo el otro papel principal para un no menos seductor Clark Gable, sino más bien la de la bibliotecaria del principio de “Los cazafantasmas” o “Ghostbusters” (1984) con su blusa beis de lazo y chorreras y el pelo cortado tipo paje. La moda ácida y las gafas de pasta de color han hecho mucho contra el estilo oldfashioned del bibliotecario arquetípico, pero todo bibliotecario de “sala” más tarde o más temprano tendrá algún conflicto o disgusto con el ruido y los ruidosos. Máxime cuando en los últimos años los modelos educativos preconizan el trabajo en equipo e incluso cuando alguien pretende hacer un curso a distancia para evitar sobre todo el trato social indiscriminado (que a una avanzada edad es a veces ingrato), no es de extrañar que una de las pruebas suponga superar un chat donde habrá que negociar con otro incauto alumno perfectamente desconocido un aumento de sueldo o dirimir sobre el sexo de las gárgolas y cosas más extravagantes.

Es decir, y para ir ya enfocando el tema, si un grupo de personas poco formadas y apenas educadas se introducen en una sala de lectura de una biblioteca, lo más probable es que acaben por hablar de que no les subirán el sueldo y del sexo de las gárgolas. Un bibliotecario normalmente no está preparado para dar razón  por ejemplo de  las bacterias resistentes al arsénico, pero lo puede llegar a estar con aplicación y reflejos. Lo que nunca resiste bien ningún bibliotecario de sala es el ruido. Si hacemos caso de las estrategias a que apuntan los psicólogos TCC también, o como primera opción, podemos entrenarnos para actuar atenuadamente y de una manera más inteligente, en el momento oportuno  y siendo respetuosos con las necesidades de los usuarios nuevos. Si un día, como se diría vulgarmente, se cruzan los cables, en ese caso lo mejor es ir a dar un corto paseo al baño y pensar en Carole Lombard o en Clark Gable.


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